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miércoles, 24 de marzo de 2021

Verdades y mentiras de las dietas antinflamatorias


Shutterstock / Lightspring
Antonio J. Ruiz Alcaraz, Universidad de Murcia; Bruno Ramos Molina, Universidad de Murcia; Diego Ángel Moreno Fernández, Centro de Edafología y Biología Aplicada del Segura (CEBAS-CSIC); Maria Antonia Martinez Sanchez, Universidad de Murcia; María Concepción Martínez-Esparza Alvargonzález, Universidad de Murcia y Maria del Pilar García Peñarrubia, Universidad de Murcia

Si hacemos una búsqueda en Google de los términos “dieta antiinflamatoria” encontramos cerca de 600.000 entradas que anuncian que, siguiéndolas a pies juntillas, enfermaremos menos y nos sentiremos mucho mejor.

Pero, ¿qué hay de verdad en dichas dietas? Vamos a intentar aclarar qué alimentos de la dieta habitual pueden ayudarnos realmente a controlar la inflamación.

¿Qué similitud guardan una sardina y una nuez?

Tanto una sardina como una nuez son alimentos ricos en ácidos grasos poliinsaturados (PUFAs). Es decir, los populares Omega 3 y Omega 6. Se trata de grasas “saludables”, micronutrientes del metabolismo de lípidos a los que se atribuyen, entre otras, propiedades antiinflamatorias.

¿Pero es cierto? Parece ser que sí. Existen numerosos estudios que hacen referencia a cómo el consumo de alimentos ricos en Omega 3 y Omega 6, como el pescado azul y ciertos frutos secos, pueden prevenir o mejorar enfermedades de origen metabólico. Concretamente la diabetes tipo 2, ciertas enfermedades inflamatorias intestinales y algunos tipos de cáncer.

Por otro lado, diversas investigaciones revelan que lo más recomendable para nuestra salud es moderar el consumo de carne, como se hace en la dieta mediterránea. En este caso se aplica la premisa de que “no es el veneno el peligroso, sino la dosis”.

Sobre todo, el consumo de derivados cárnicos ultraprocesados con gran cantidad de grasa –salchichas y embutidos– se ha relacionado un mayor desarrollo de enfermedades inflamatorias. Paralelamente, un gran número de estudios sugiere que sustituir la ingesta de carne por una cantidad equivalente de pescado puede producir una reducción significativa en el riesgo de padecer enfermedades oncológicas relacionadas con la inflamación, como es el caso del cáncer de hígado o el de colon.

La máxima “cinco al día”

Esta conocida frase se refiere a la promoción y recomendación de las autoridades sanitarias y entidades afines de todo el mundo de consumir un mínimo de 5 raciones o porciones de frutas y hortalizas cada día. Sin embargo el mensaje no termina de calar, y el consumo actual diario en el mundo occidental está muy por debajo de esas cantidades.

El fomento del consumo de frutas y hortalizas o verduras es muy importante, sobre todo en el ámbito escolar, para crear las bases de una alimentación saludable en las futuras generaciones.

Las frutas y vegetales no sólo son primordiales en la dieta por su óptimo contenido en macro y micronutrientes. También ayudan a prevenir múltiples enfermedades gracias a su contenido en compuestos bioactivos. Compuestos con un enorme potencial antiinflamatorio y protector del metabolismo, así como de la oxidación a nivel celular.

Los ejemplos de fitoquímicos bioactivos de origen vegetal son múltiples: tenemos el ácido clorogénico (café, alcachofa), los flavonoides como la quercetina, o las procianidinas o taninos de las frutas y las bayas (manzana, uva, granada, etc.). Asimismo, los encontramos en las bebidas o infusiones (té, yerba mate), o en procesados, cómo el licopeno del tomate, entre otros.

Las evidencias hasta la fecha refuerzan el hecho de que la dieta juega un papel importante en la modulación del estado inflamatorio del organismo.

Alimentos y microbiota

La proporción de microorganismos beneficiosos y perjudiciales de la microbiota intestinal está directamente relacionada con los hábitos dietéticos. Así, dependiendo de los alimentos que ingiramos, estos favorecerán el crecimiento de las poblaciones de las bacterias beneficiosas o de las perjudiciales para la salud.

Por ejemplo, una dieta rica en fibra promueve el crecimiento de bacterias beneficiosas que usan dicha fibra como fuente de alimento. Sin embargo, las dietas ricas en grasas saturadas y en productos ultraprocesados reducen la proporción de las poblaciones microbianas beneficiosas y potencian el crecimiento de especies más patogénicas.

Eso conduce a un desequilibrio microbiano conocido como “disbiosis”, que contribuye al desarrollo de procesos inflamatorios crónicos intestinales. Incluso puede ser detonante de ciertas enfermedades metabólicas relacionadas como la obesidad, la diabetes o el hígado graso.

El yogur se vendía en la farmacia

El yogur es un alimento beneficioso para la salud porque aporta microorganismos (probiótico) que modulan nuestra microbiota intestinal. Así es como ayuda a mantener la homeostasis y reduce los procesos inflamatorios. No es de extrañar por tanto que, aunque hoy en día los podamos encontrar en el lineal de refrigerados de cualquier supermercado, inicialmente los yogures se vendieran en las farmacias como remedio para los problemas de estómago e intestino.

No obstante, hay que tener en cuenta que estos productos lácteos pueden dar lugar a problemas digestivos en ciertas poblaciones, como es el caso de los individuos intolerantes a la lactosa. Además de que conviene evitar el consumo de aquellos que presentan un alto contenido en azúcar refinado.

Los cereales, mejor integrales

Debido a su alto contenido en fibra, los cereales integrales son beneficiosos tanto para aliviar el estreñimiento como para mantener una microbiota sana en el tracto gastrointestinal.

En general, las dietas ricas en fibra vegetal se relacionan con una menor incidencia de obesidad y enfermedades metabólicas asociadas como la diabetes y el hígado graso, e incluso una menor prevalencia de varios tipos de cáncer.

El consumo de dietas ricas en fibra también se ha asociado con un potencial efecto antiinflamatorio. Por ejemplo, un estudio realizado en pacientes con enfermedad renal crónica demostró que un aumento en la ingesta de fibra está asociada con una disminución de los niveles de proteína C reactiva (un marcador de inflamación) y un menor riesgo de mortalidad.

En definitiva, una buena dieta antiinflamatoria sería aquella que favorezca la homeostasis de la microbiota comensal del organismo. Eso implica que debe incluir probióticos como el yogur y prebióticos como la fibra. Pero también pescado azul y productos frescos de origen vegetal que proporcionen una serie de compuestos bioactivos con funciones antiinflamatorias, antioxidantes y promotoras de una correcta salud metabólica.

No parece casualidad que coincida con la descripción de la dieta mediterránea equilibrada, a la que sin duda deberíamos seguir teniendo como referente.The Conversation

Antonio J. Ruiz Alcaraz, Profesor de Inmunología de la Universidad de Murcia e investigador del Grupo de Inmunidad Innata del IMIB, Universidad de Murcia; Bruno Ramos Molina, Investigador Principal IMIB y Profesor Colaborador Honorario de Bioquímica, Universidad de Murcia; Diego Ángel Moreno Fernández, Investigador Científico de OPIs en CEBAS-CSIC, Centro de Edafología y Biología Aplicada del Segura (CEBAS-CSIC); Maria Antonia Martinez Sanchez, Estudiante doctorado Depto. de Bioquímica y Biología Molecular B e Inmunología, Universidad de Murcia; María Concepción Martínez-Esparza Alvargonzález, Profesora Titular de Inmunología, Universidad de Murcia y Maria del Pilar García Peñarrubia, Catedrática de Inmunología, Universidad de Murcia

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

Las grasas no son el enemigo público número uno


Células grasas. Shutterstock / Spectral-Design
Javier Sánchez Perona, Instituto de la Grasa (IG - CSIC)

Durante décadas, las grasas se han considerado el enemigo público número uno. Ningún otro componente de la dieta “mataba más que ellas”. Por eso, si preguntamos en la calle si las grasas son saludables, probablemente la respuesta mayoritaria sea “no”. ¿El argumento? Que “son malas para el corazón” y engordan.

Esto no es del todo cierto. Ni todas las grasas provocan enfermedades cardiovasculares ni todas las grasas engordan igual. De hecho, entre otras, los aceites de pescado, los frutos secos y el aceite de oliva virgen son protectores frente a las enfermedades cardiovasculares.

Es más, se ha demostrado que el consumo de aceite de oliva virgen, como parte de una dieta saludable, no incrementa el peso corporal.

Entonces, ¿de dónde procede el miedo a las grasas?

Las enfermedades cardiovasculares suponen la primera causa de muerte en el mundo. La teoría de que las grasas eran las responsables de estas muertes estuvo vigente durante toda la segunda mitad del siglo XX. Según esta, la obstrucción de las arterias se debía a la simple acumulación de grasa.

La hipótesis se popularizó gracias a los trabajos de Ancel Keys, fisiólogo de la Universidad de Minnesota (EEUU) y pionero en relacionar dieta, colesterol y presión arterial con enfermedades cardiovasculares.

A raíz de sus descubrimientos, se propuso que el colesterol de la dieta era el causante de la presencia de colesterol en la pared arterial. Por tanto, también de la aterosclerosis (engrosamiento de las arterias).

Así empezó una carrera por demostrar esta hipótesis mediante grandes estudios, en los que se observó que el riesgo coronario aumentaba con los niveles de colesterol plasmático.

El colesterol, ¿enemigo público número uno?

El siguiente paso era inevitable: ¿cómo llega el colesterol de la dieta a la pared arterial? El colesterol se transporta en la sangre por medio de lipoproteínas. Las de baja densidad (LDL) lo conducen desde el hígado hasta los tejidos. Esto incrementa la probabilidad de que queden retenidas en la pared arterial durante el trayecto.

En cambio, las lipoproteínas de alta densidad (HDL) tienen una ruta inversa. Retiran y transportan el colesterol desde los tejidos, incluyendo la pared arterial, hasta el hígado, que tiene cierta capacidad para deshacerse de él.

De ahí que se le asignara un papel perjudicial al colesterol LDL y beneficioso al HDL. También de que se les conozca como colesterol “malo” y “bueno”, respectivamente.

Sin embargo, estudios más recientes mostraron que el colesterol de la dieta no incrementa los niveles plasmáticos de colesterol porque nuestro organismo tiene, hasta cierto punto, la capacidad de regularlos. Así, el colesterol dietético fue absuelto de sus delitos. Dejó de considerarse el enemigo público número uno.

Entonces, ¿son las grasas saturadas el enemigo público número uno?

Pero si el colesterol no es el enemigo, ¿a quién culpamos de la enfermedad cardiovascular? Los ácidos grasos saturados aumentan los niveles de colesterol LDL. Por su parte, los ácidos grasos monoinsaturados y poliinsaturados los reducen.

Es por ello por lo que se recomendó disminuir el consumo de ácidos grasos saturados, que están presentes en muchos alimentos de origen animal, aunque también en algunos vegetales como el aceite de coco o el aceite de palma. También se aconsejó incrementar el consumo de ácidos grasos mono y poliinsaturados, sobre todo de la familia omega-3, para reducir los triglicéridos.

Revisiones recientes han mostrado que las grasas saturadas, aunque incrementan los niveles de colesterol plasmáticos, no aumentan el riesgo cardiovascular. Es decir, el consumo de ácidos grasos saturados incrementa el colesterol total y LDL en plasma, sí. Ahora bien, esto no se asocia con mayor mortalidad cardiovascular. Por tanto, las grasas saturadas también fueron absueltas.

Si tampoco lo son las grasas saturadas, ¿es la inflamación el enemigo público número uno?

Hoy en día se acepta que la aterosclerosis es un fenómeno de tipo inflamatorio. Los monocitos, células del sistema inmunitario, se infiltran en la pared arterial para buscar posibles partículas agresoras o infecciones. Ahí se encuentran con LDL alteradas, normalmente por oxidación. Tras transformarse en macrófagos, las capturan, iniciando el fenómeno inflamatorio. Esta inflamación es de tipo crónico, puesto que hay LDL alteradas circulando por la sangre en todo momento.

A partir de los años 90, se planteó que la inflamación podría producirse en el periodo postprandial, justo después de comer, debido a la elevada presencia de quilomicrones transportadores de triglicéridos de la dieta. Pero, además de las grasas (colesterol y triglicéridos), hay otro protagonista en nuestra historia: el azúcar.

¿Y qué pasa con el azúcar?

En 2016, se desveló que la industria azucarera había estado manipulando la ciencia de la nutrición. Un artículo publicado en el New York Times revelaba que se había pagado a científicos de la Universidad de Harvard para que pusieran el foco de su investigación sobre las grasas y no sobre el azúcar. La consecuencia es que los resultados que señalaban el papel de este y otros carbohidratos en la enfermedad cardiovascular quedaron ocultos.

Durante esos años, la Universidad de Harvard había sido un faro guía de las investigaciones en materia de enfermedad cardiovascular y dieta. Hoy sabemos que el consumo de azúcares añadidos en la alimentación aumenta el riesgo de aterosclerosis y mortalidad cardiovascular.

En la actualidad, el paradigma de las grasas como causantes de la enfermedad cardiovascular ha cambiado. Aunque no se recomienda excederse en su consumo, sobre todo si son saturadas, muchos científicos y nutricionistas aceptan que no son el enemigo público número uno. De todos modos, lo más probable es que tanto el azúcar como las grasas sigan jugando un papel importante.

Los últimos estudios están mostrando que el consumo de productos ultraprocesados, ricos en grasas saturadas, azúcar y sal, incrementa enormemente el riesgo cardiovascular. Es posible que las observaciones científicas del siglo XX sobre el perjuicio de las grasas estuvieran influidas por el tipo de alimentos en que se encontraban.

Parece que, durante años, hemos estado mirando al lugar equivocado.The Conversation

Javier Sánchez Perona, Científico Titular del CSIC y Profesor Asociado de la Universidad Pablo de Olavide, Instituto de la Grasa (IG - CSIC)

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.